jueves, 27 de enero de 2011

¿Por qué tanto miedo?


¿POR QUÉ TANTO MIEDO A TOMAR CONCIENCIA DE LA REALIDAD ECLESIAL PARA ENFRENTARLA CON VALOR?

Entre nosotros parece un tema tabú. Se prefiere cuidar la imagen de una Iglesia segura y abierta, en lugar de ir al fondo de los problemas que nos aquejan y tratar de resolverlos. Y seguimos en “caída libre”. ¿Hasta cuándo?

Por el p. Flaviano Amatulli Valente, fmap

La política del avestruz

¿Qué pensaría usted de alguien que se resistiera a realizar determinados análisis por el miedo a descubrir que tiene cáncer? Que se trata de un irresponsable, puesto que más tiempo pasa y más se complican las cosas, haciendo siempre más difícil su posible curación.

¿Qué pensaría usted de alguien que, al mirarse en el espejo y descubrir algún defecto en la cara, en lugar de aportar el remedio apropiado, prefiriera romper el espejo y seguir como si nada? Que igualmente se trata de un irresponsable, que no se preocupa por su bienestar.

Pues bien, es lo que está pasando en la Iglesia. Se ve que muchas cosas ya no funcionan y no se hace algo por cambiarlas. Se prefiere la política del avestruz, que, para quitarse de problemas, prefiere esconder la cabeza bajo la arena y no ver nada. Y los problemas aumentan y la situación empeora cada día más.

Vamos bien

Un día pregunté a un párroco acerca de la situación religiosa de aquella ciudad. “Muy buena –me contestó-; aquí vamos muy bien”. Traté de ahondar en el tema y nada; “Aquí vamos muy bien” era su respuesta de siempre. Pregunté acerca de la cantidad de habitantes que había en aquella ciudad: “Cien mil”; cuántas parroquias: “Veinte”; cuántos curas por cada parroquia: “Uno”. Así que, para cada cinco mil habitantes había un cura y según él todo iba bien. ¿Por qué?

-Porque, tratándose de un número regular de feligreses, logramos administrarles los sacramentos con cierto desahogo.

-¿Los conocen y atienden a todos, uno por uno?

-¿¡!?

Aquí está el grande problema de nuestra Iglesia: los guías no tienen una idea clara acerca de lo que implica su papel dentro de la comunidad cristiana. Se sienten satisfechos por cumplir con su papel sacerdotal. ¿Y el papel de maestro y pastor (Mc 6, 34)? “¿Qué es eso?”, parece la respuesta de muchos. Claro que, con esa idea, siguen convencidos de que todo marche bien en la Iglesia y que por lo tanto no es oportuno mover las aguas estancadas, evitando así el riesgo de enturbiarlas más.

Por eso prefieren trabajar solos, sin el apoyo de los diáconos permanentes ni de otros ministros. Más que como una ayuda, muchos los ven como un estorbo o una competencia, máxime si ponen en peligro las entradas.

Problemas en cadena

El enredo es tan grande entre nosotros que, si se toca cualquier aspecto de la vida eclesial, todo se revuelve y ya no se sabe por dónde empezar. Algunos ejemplos:

-Si se decide dar los sacramentos solamente a los católicos practicantes, ¿qué pasa? Que de un momento para otro las entradas bajan drásticamente. En realidad, los ingresos de la Iglesia dependen en gran parte del aporte de los católicos no practicantes, que no dejan de pedir misas y sacramentos a cambio de un emolumento económico. Bajando las entradas, el sistema se atora.

-Supongamos que se decida impartir una buena catequesis, antes de dar los sacramentos. Óptima idea. Pero de inmediato surgen los problemas: ¿quiénes se van a encargar de hacer eso? ¿Cómo se van a preparar? Además, ¿lo harán todo gratis et amore Dei? (gratuitamente y por el amor de Dios). En este caso, ¿quién se avienta?

-Claro que a todos nos gustaría que hubiera más pastores de almas, de manera que todos los católicos fueran atendidos uno por uno. El problema consiste en saber cómo lograrlo. ¿Acaso es suficiente seguir insistiendo en la oración, pidiendo a Dios que envíe a más obreros para su mies? ¿O al contrario se hace necesario poner todas las cartas sobre la mesa y empezar a revisar el asunto desde un principio?

Muerte lenta

Estando así las cosas, se prefiere no meter mano al actual modelo eclesial, aunque se vea a todas luces que ya no funciona, y seguir adelante como si nada, haciéndose de la vista gorda ante tantas anomalías existentes en nuestra manera de actuar, a sabiendas de que vamos derechito al fracaso, que consiste en una muerte segura, aunque lenta y sin sobresaltos. Una especie de eutanasia espiritual.

Mañana se preguntarán: “Si América Latina nació como continente católico, ¿por qué en tan poco tiempo se volvió en un continente protestante?” Y cada quien tratará de dar su explicación, apelando a todo tipo de causas, menos la verdadera que consiste en la falta de voluntad en orden a un cambio radical del modelo eclesial actual, que ya se volvió inoperante.

Me pregunto: ¿es absolutamente necesario que suceda esto? ¿Acaso no podemos hacer algo para impedirlo?

Como el profeta Jeremías

Así me siento, cuando reflexiono acerca de mi actuación dentro de la Iglesia como misionero, hablando, escribiendo y gritando por todos lados, siempre tratando de poner en guardia contra los grandes peligros que la asechan y señalando el remedio oportuno. ¿Y qué pasa? Que pocos me hacen caso. Y entre éstos no falta alguien que, ante nuevos cuestionamientos, prefiera alejarse de mí, temeroso de meterse en problemas y ser rechazado por la mayoría.

De todos modos, algo se está logrando. Muchos, que antes parecían tan seguros con sus ideas de apertura a ultranza, ahora están recapacitando ante el abandono de sus mejores elementos, atraídos por otras propuestas religiosas y sin base alguna para resistir.

Conclusión

La historia nos juzgará. No faltará alguien que podrá señalar, caso por caso, con nombre y apellidos los causantes de tanto desastre. Aparte del juicio de Dios, que sin duda será aún más severo.